Mi niñez, mi adolescencia y si quieres tira bastantes más años (casi hasta los 30) los pasé en la calle Cadí, en el barrio del Turó de la Peira. Allí conocí el Bar La Esquinica, en la calle Montsant, todo un símbolo de dos maños emprendedores (que por cierto no es un invento de ahora) que se pusieron manos a la obra a preparar y a servir buenas bravicas, pescadicos, champiñoncicos y cervecicas.
Dejando muchas horas, cerrando a la 1 de la madrugada y abriendo a las 8 de la mañana, sin anuncios en prensa, sin instagram pero con un gran boca a boca, estos maños consiguieron una clientela fija y de su nombre hicieron una marca y un gran reclamo.
Por desgracia, la aluminosis nos expulsó a muchos de ese gran barrio, aunque en realidad siempre he pensado que era un pueblo, y antes de que todo se viniera abajo cogimos cuatro bártulos y marchamos rápido: servidor (con mi madre) a donde pudimos y los mañicos, a un local de Fabra i Puig. Se quedaron allí la fuente, el pilón, la cruz, el Amor de Dios, el colegio Madrid, las balsas y El que Faltaba.
Queda el recuerdo de aquel entrañable Turó en el que durante el verano, al atardecer, las personas se sentaban en las puertas de las casas “a tomar la fresca”. Años después, no sé por ejemplo hoy, hacer eso mismo en el Turó equivale a un deporte de riesgo. Y sinceramente da pena, porque el ambiente de barrio ya no existe, las tiendas se han convertido en viviendas y las broncas nocturnas son habituales.
Yo creo que mis abuelos maternos, Encarna y Eugenio, desde el cielo, de pura sangre maña, de Zaragoza y Borja, seguro que cogidos de las manos, estarán alucinados de ver cómo ha cambiado el barrio. Pues yo también.
Esta tarde de agosto he podido tomar unas bravicas con una cervecica en La Esquinica. ¡Ah! y no tienen cuenta de instagram: “¿Pa qué, si las colas son de media hora y no hace falta, maño?”
He comprobado lo que dan de sí unas bravas, y lo poco que hace falta para disfrutar de una tarde feliz.